Obsolescencia
A los
productos fabricados para romperse se les va a acabar el cuento
Guillermo Arenas
La
obsolescencia programada nos obliga a entrar en un ciclo sin fin de consumo y
desperdicio, pero se plantean otras vías para salir del ciclo
comprar-tirar-comprar
17 OCT 2018
- 23:31 CEST
Cada historia tiene un comienzo, pero pocas veces se le puede poner una fecha exacta. La de la obsolescencia programada, por increíble que parezca, sí tiene un punto de partida exacto. El 23 de diciembre de 1924 se reunieron en Ginebra los principales fabricantes mundiales de bombillas, entre ellos compañías como Osram, Phillips o General Electric. Allí firmaron un documento por el que se comprometían a limitar la vida útil de sus productos a 1.000 horas, en lugar de las 2.500 que alcanzaban hasta entonces. El motivo, claro está, era lograr mayores beneficios económicos. Había nacido el primer pacto global para establecer de manera intencionada una fecha de caducidad a un bien de consumo.
La bombilla del parque de bomberos de Livermore (California) funciona desde 1901 Este acuerdo oficializaba una nueva era del consumo. A partir de entonces, los fabricantes incorporaron un principio en su modelo de negocio que quedó plasmado en un texto de la revista Printer’s Ink en 1928: “Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”. En la década de los cincuenta se le puso un nombre: obsolescencia programada. En unos EE UU en plena expansión comercial, el diseñador industrial Brooks Stevens popularizó el término, que definió de manera elocuente: “Instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”.
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