Los 4.200 frascos que custodian la historia del color
DANIEL MARTORELL
20 DICIEMBRE 2017
Fragmentos de polvo aglutinados unos junto a otros sobre una tabla de madera de álamo. En esencia, eso es La Gioconda. Partículas diminutas de óxido de hierro y carbón mezcladas en grasa animal y adheridas a roca caliza. En esencia, eso es la manada de bisontes de Altamira. Minúsculas motas suspendidas en aceite y aplicadas sobre un lienzo de 84 x 152 cm. Eso es, en esencia, Nighthawks de Hopper.
Bajo el microscopio, despojada del talento del artista y la subjetividad del espectador, toda pintura es pigmento: materia sólida extraída de la tierra, de las rocas, de las plantas, de los animales o de las probetas y con una capacidad especial para teñir aquello que toca. El color necesita pigmento. El arte necesita pigmento. Cuando el ser humano despegó las manos del suelo entendió pronto que, si quería expresarse a través del trazo de color, primero necesitaría dominar esta extraña sustancia. Y lo hizo. Durante decenas de milenios. Hasta que el desarrollo de la ciencia y los métodos de fabricación cambiaron y ya dejó de ser imprescindible. Los pigmentos desaparecieron del taller.
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